Para meditar.
¿Cuánto vale un mes de vida de una persona? ¿Y seis meses? ¿Se le puede poner precio a la supervivencia de un enfermo? A cualquiera que se le pregunte dirá que no. Y sin embargo, este es un dilema que se plantean numerosos hospitales y todos los reguladores sanitarios del mundo desarrollado ante la llegada de nuevos medicamentos de precio tan elevado que pone a prueba la capacidad de respuesta del sistema sanitario. Entre las novedades, las hay muy caras pero muy efectivas y, en ese caso, no hay ninguna duda: el medicamento se aprueba y el único problema es buscar la forma de pagar la factura. Pero hay muchos otros fármacos, también extraordinariamente caros, que prolongan apenas algunas semanas o meses la vida, y en ocasiones, también el sufrimiento. En una situación de fuerte restricción presupuestaria, ¿es lícito limitar la incorporación de novedades terapéuticas? ¿En qué casos sería ético hacerlo?
La polémica ha surgido en España a raíz de unas declaraciones de Agustín Rivero, director general de Farmacia, quien en un acto público indicó que en adelante “se introducirán todos los medicamentos contra el cáncer que sean necesarios, siempre que su coste-eficacia sea adecuado”. Es decir, siempre que los beneficios compensen su elevadísimo coste. Hasta ahora, todas las innovaciones se incorporaban de forma prácticamente automática, pero desde hace un tiempo, los nuevos fármacos llegan a un precio tan desorbitado que han puesto en crisis los mecanismos de decisión. Y este es solo el principio.
El paso de la farmacología sintética a la biológica va a suponer un giro copernicano en la forma de tratar el cáncer. Conforme se conocen los mecanismos implicados en el proceso tumoral, se multiplican las dianas terapéuticas. Para los próximos años se espera una avalancha de nuevos antitumorales, lo cual es una muy buena noticia para los pacientes, pero también un desafío descomunal para el sistema sanitario. Según la base de datos oficial del Gobierno estadounidense, en febrero pasado había registrados 139.847 ensayos clínicos de medicamentos en todo el mundo, de los cuales 37.370 eran de fármacos contra el cáncer. Solo en cáncer de mama hay 5.136 ensayos en curso, 542 más que el mes de septiembre pasado, lo que da idea de la progresión.
No todos, por supuesto, llegarán a buen puerto, pero muchos de ellos sí y algunos plantearán el difícil dilema de si el beneficio que aportan compensa su elevado coste. Dilema de difícil solución si tomamos como ejemplo uno de los últimos medicamentos sometidos a aprobación, el anticuerpo monoclonal ipilimubab. Cuando en marzo de 2011 fue aprobado por la Food and Drug Administration de EE UU, el laboratorio Bristol-Myers Squibb lo presentó como “uno de los mejores avances en el tratamiento del melanoma en 30 años”. Este tipo de cáncer de piel tiene buen pronóstico si se diagnostica en fases iniciales y puede ser tratado con cirugía, pero una vez ha hecho metástasis, responde mal a la quimioterapia. En estos casos, la supervivencia a los cinco años no supera el 10%. En realidad, el nuevo fármaco no es tan revolucionario, pero es el único que aporta algo de mejora: un incremento de la supervivencia de seis meses de media.
El fármaco acaba de ser aprobado, pero condicionado a un protocolo clínico que aún se está elaborando. El coste alcanza unos 80.000 euros por paciente y año, y cada año hay unos 3.600 nuevos casos susceptibles de ser tratados. El precio, sin embargo, no es su único inconveniente: puede tener efectos adversos tan graves que ha de ser administrado en un hospital de alta tecnología.
Aunque la mejora es modesta, en este caso se ha tenido en cuenta que no hay otra alternativa, algo muy frecuente en oncología. En 2007 se aprobó el eculizumab, indicado en un tipo de hemoglobinuria que provoca la progresiva y muchas veces fatal destrucción de los glóbulos rojos de la sangre. A diferencia del anterior, este fármaco sí puede cambiar el curso de la enfermedad, pero cuesta unos 300.000 euros por paciente y año, de modo que apenas dos o tres enfermos pueden alterar el presupuesto de farmacia de cualquier hospital. Los gestores les temen hasta el punto de que en la jerga gerencial se ha acuñado una nueva categoría de enfermo, la de “paciente catastrófico”, no porque suponga ningún riesgo, sino porque su tratamiento puede echar por tierra cualquier previsión de gasto.
“La incorporación de los nuevos tratamientos plantea situaciones muy difíciles que no deberían recaer ni sobre el médico ni sobre el gestor hospitalario. Un organismo superior debería evaluar cada fármaco y decidir en qué casos está justificado y cómo ha de administrarse”, afirma Xavier Carné, Jefe de Farmacología del Hospital Clínico de Barcelona. En Cataluña se ha creado recientemente una comisión de medicamentos de uso hospitalario que ha supuesto un alivio para los gestores, pues fija los criterios de referencia.
Es muy duro para un clínico tomar decisiones de esta naturaleza, pero cada vez son más conscientes de que el coste ha de ser tenido en cuenta. Hace unos días, uno de los equipos médicos del Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York decidió no usar un nuevo medicamento (ziv-afilbercept) aprobado en agosto para el cáncer de colon avanzado porque la relación entre el coste y el beneficio no lo justificaba. El tratamiento apenas había logrado prolongar la vida de los pacientes una media de mes y medio, lo que representa 40.000 dólares por seis semanas más de vida y sufrimiento. Sanofi reaccionó rebajando el precio al 50%, lo cual no sirvió más que para afianzar la decisión clínica.
En estos momentos, si un fármaco es aprobado por la Agencia Europea del Medicamento, la española lo aprueba también, pero para poderlo prescribir ha de ser antes evaluado por una comisión interministerial de precios, que actúa como un semáforo. Algunos medicamentos han tardado hasta dos años en estar disponibles. De hecho, durante casi un año, no se incorporó al orden del día ningún medicamento de alto precio. En los últimos meses se han aprobado algunos pero hay todavía varias novedades pendientes. La industria está nerviosa y tanto los médicos como los pacientes presionan para que se agilice el proceso.
“En el forcejeo actual por el precio, la aprobación se retrasa y el que sale perdiendo es el enfermo”, afirma Albert Jovell, presidente del Foro Español de Pacientes. “El Gobierno y la industria han de pactar un sistema ágil y transparente. No puede ser quelos pacientes de una comunidad tengan acceso a un nuevo fármaco y los de otra no”. Agustín Rivero asegura que está en estudio un nuevo mecanismo para evaluar y aprobar los nuevos tratamientos. “Se trata de priorizar aquellos que mejoren realmente o la supervivencia o la calidad de vida del paciente”, sostiene.
En el último año se ha denegado la aprobación de varios productos que no han acreditado un beneficio suficiente. Este dilema se planteará en el futuro con mucha frecuencia. Albert Jovell está de acuerdo en que debe considerarse la relación de coste-beneficio, pero recuerda que en el cáncer, los avances no suelen ser disruptivos, sino incrementales, a base de pequeñas mejoras que van alargando la supervivencia del paciente. Todos son conscientes, sin embargo, de que hay que prepararse para el gran cambio que se avecina.
Muchos de los nuevos fármacos en fase de ensayo no curarán el cáncer, pero permitirán vivir con él. Esta es, desde luego, una excelente noticia. En un foro reciente organizado por la Fundación Vila Casas en Barcelona, que dará lugar a una publicación sobre el tema, se planteó si estamos ante un cambio de paradigma. Si el cáncer puede llegar a convertirse, gracias a los nuevos fármacos, en una enfermedad crónica que no se cura pero tampoco mata. Esa es una perspectiva muy plausible y de hecho ya hay algunos ejemplos. El más significativo es el de la leucemia mieloide crónica. La aparición del imitinib (Glivec) marcó realmente un antes y un después. Hasta entonces, la única alternativa era el trasplante de médula, de resultados siempre inciertos. La esperanza de vida media era de cuatro años. Por fortuna para los pacientes, esta leucemia está provocada por una sola traslocación, a diferencia de muchos otros tumores, en los que pueden producirse hasta seis y siete mutaciones, de modo que no fue difícil encontrar la forma de neutralizarla. Gracias al Glivec, los pacientes ya no se mueren. Pero no pueden dejar de tomarlo.
Francesc Bosch, jefe del servicio de Hematología del hospital Vall d’Hebrón de Barcelona, considera que este mismo proceso puede darse en otros tumores, pero eso puede disparar los costes. “En el caso de la leucemia mieloide se diagnostican unos 700 nuevos casos cada año, que se acumulan a los que ya están en tratamiento. El coste es de 60.000 euros por enfermo y año. Ahora se está estudiando si en algún caso podría suspenderse, pero de momento el medicamento ha de mantenerse de forma indefinida, pues si se retira, la enfermedad puede volver”, añade.
“El problema de los anticuerpos monoclonales es que en muchos casos frenan la enfermedad, pero en cuanto se retiran, reaparece”, corrobora Antoni Gilabert, responsable de Atención Farmacéutica del Servicio Catalán de la Salud. Convertir el cáncer en una enfermedad crónica significa que cada año se incrementa el número de tratamientos que financiar. “Nuestro gran reto es convencer a la sociedad y a los laboratorios de que hemos de priorizar aquellos que realmente aportan valor terapéutico, y tratar de ahorrar en los que aportan menos. El valor se ha de reflejar también en el precio”.
Otro caso que ilustra sobre las dificultades de este cambio de paradigma es el de la hepatitis C, un virus que es terriblemente insidioso porque no da síntomas hasta que el daño está hecho. Acaban de aparecer dos nuevos fármacos (bocetrevir y telaprevir) que reducen significativamente la carga viral y por primera vez, algunos enfermos incluso se curan. La infección por este virus puede conducir a una cirrosis hepática y a un cáncer de hígado, de ahí la importancia de tratar a los afectados de forma precoz. El tratamiento cuesta alrededor de 30.000 euros por paciente y año. Sanidad ha establecido un extenso protocolo de uso, pero no en todas las autonomías se aplica del mismo modo. Además, el protocolo excluye de momento a los pacientes que también están infectados por el virus del sida, aunque en algunos casos se les administra.
El dilema que se plantea es cómo incorporar esta mejora terapéutica de forma que el coste pueda ser asumido por la sanidad pública. Cuanto antes se administre, antes se para el daño. ¿Debería darse por tanto a todas las personas infectadas? Por otra parte, mucha gente puede estar infectada sin saberlo. ¿Debería promoverse la búsqueda activa de estos pacientes para prevenir futuros daños? “De momento, se ha decidido una incorporación gradual, de manera que se administra a los enfermos que tienen una mayor afectación hepática”, precisa Gilabert. Pero los que tienen menor afectación podrían evitar que la enfermedad progresase. Un dilema. En este caso, las autoridades sanitarias justifican la espera de estos pacientes no solo por el coste: en un par de años van a llegar otros dos o tres fármacos de la misma familia que ofrecen aún mejores resultados.
A la hora de evaluar el coste-beneficio hay que tener en cuenta las vidas que se puedan salvar y el sufrimiento que se pueda evitar, pero también los ahorros futuros. En este caso, aunque el medicamento tenga ahora un alto coste, hay que contar el ahorro que supondrá que estos pacientes no lleguen a padecer cirrosis o cáncer de pulmón. Estos son los dilemas de la medicina de hoy. En el balance no solo se cuentan los beneficios del presente, sino los ahorros del futuro. Un cálculo complejo que requiere mirar más allá de la angustiosa gestión del presente.
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